Se busca dar cabida a un espacio cambiante que permite pasar de un recinto axial para treinta personas a un ámbito abierto donde lo edilicio se convierte en altar a través de una configuración transversal con capacidad para alojar un gran grupo de feligreses en la suave ladera. Esta valoración ratifica la preocupación por una arquitectura que aunque parte del bien privado, permita una función publica y democrática en un país lleno de contrastes.
El abrir y cerrar a través de un desplazamiento del volumen donde el interno se encaja con la envolvente, toma un valor simbólico especial en si mismo, un evento cercano al mito. Este encaje de un volumen estático con uno móvil representa la puerta, "el lugar de paso entre dos estados, entre dos mundos, entre lo conocido y lo desconocido, la luz y las tinieblas, el tesoro y la necesidad. La puerta se abre a un misterio. Pero tiene un valor dinámico, psicológico; pues no solamente indica un pasaje, sino que invita a atravesarlo". (Del Diccionario de los Símbolos, Jean Chevalier y Alain Gheerbrant)
Este cambio de enfoque, escala y axialidades en forma de cruz hace que el significado de los elementos particulares varíe; el espacio del altar se convierte en coro, la nave principal en nave lateral, la sacristía en paisaje. Para que lo anterior suceda de forma racional, la posición del edificio fue estudiada con severidad.
En el caso de la tectónica de la Capilla, los materiales se funden con los mismos principios esenciales: lo mimético, lo natural entre lo natural, la evocación de las texturas en su paisaje contiguo, un lenguaje dual que establece referencia, contraste y valoración. Es así como las estructuras rígidas están asociadas a los pétreos estancos; en contraposición con su cuerpo móvil en vidrio y madera en piezas que conforman un entramado, casi un tejido o un velo. El tranquilo espejo de agua en uno de sus costados diluye la masa en el paisaje, reitera y distorsiona el volumen, y hace que su densidad se desvanezca.
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